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El cerebro y las emociones en la infancia

Es frecuente oír hablar de la importancia de la “educación emocional” en la infancia, pero… ¿se puede realmente educar las emociones? Una emoción es una respuesta adaptativa de nuestro organismo al entorno que nos rodea y aparece de modo repentino, brusco. Como adultos, después de una vida de experiencias y vivencias, somos capaces de no dejarnos llevar por ciertas emociones, al menos, la mayor parte del tiempo… pero también es muy frecuente presenciar explosiones de ira, de enfado, y vivimos en un estado de malestar casi permanente.

Educar las emociones es sinónimo de esconderlas debajo de la alfombra, mirarlas solo de reojo e intentar domesticarlas; es entonces cuando dejan de tener un verdadero valor y, con el tiempo, acaban estancándose y generando tensión, una sensación permanente de insatisfacción e incomodidad. Solo podemos asumir y hacernos cargo de aquello que vivimos con toda su verdad así que, si anhelamos adultos en equilibrio, que se sientan plenos, dejemos a los niños de hoy atravesar esas emociones que les atrapan.

Con frecuencia, los adultos tenemos el impulso de evitar aquello que consideramos “molesto”: el enfado, la tristeza (llanto), los celos, la frustración, etc. Solemos buscar estrategias para distraer, quitamos importancia a lo ocurrido, intentamos hacer que el niño “entre en razón”. Nos notamos sin paciencia o con vergüenza ante la mirada de los demás porque, de alguna forma, asociamos la manifestación de esas emociones con una “mala educación”, sintiéndonos “manipulados”, desconcertados y sin saber cómo actuar.

Esta gran confusión no es por casualidad, sino que se ha construido históricamente. En la Edad Media, por ejemplo, se consideraba que un niño que lloraba o rabiaba en exceso estaba “poseído por el demonio”, y el tratamiento aplicado era el exorcismo. En el siglo XVIII, se pasó a culpar a los padres, acusándoles de ser demasiado indulgentes y haber malcriado a sus hijos. De hecho, hasta inicios del siglo XX, los manuales de educación hablaban de “doblegar la voluntad del niño para que fuese dócil y obediente”. En esa perspectiva, el llanto, las rabietas, etc, eran resultado del fallo de los padres en esa “educación en la obediencia”. Hoy en día, aún muchos libros y profesionales lo consideran de la misma forma y enseñan a los padres a ignorar tales comportamientos para que “desaparezcan”, generando muchas situaciones de abandono emocional para los niños.

Teniendo en cuenta que llevamos siglos de represión de las emociones, no es de extrañar que nuestras respuestas automáticas ante un@ niñ@ que expresa abiertamente sus emociones repitan esa información que hemos adquirido de generación en generación… La buena noticia es que ¡podemos tomar conciencia de esos patrones y buscar una comprensión que nos ayude a acompañar la infancia de la mejor forma posible! En ese sentido, las aportaciones de la neurociencia y de la psicología son imprescindibles, ya que nos dan información para saber qué necesita y qué puede un@a niñ@ según el momento en que se encuentra.

Si nos apoyamos en el modelo propuesto por Paul MacLean, hace más de 50 años, podemos ver cómo se desarrolla el cerebro en cada etapa y qué relación tiene ese desarrollo con las emociones. Aunque hoy en día sabemos que todas las zonas del cerebro están interconectadas y no funcionan por separado, la idea del cerebro triuno, compuesto por tres partes, sigue siendo útil y didáctico para lo que queremos abordar.

Como decíamos, Lean propone un cerebro compuesto por tres partes que han surgido en distintos momentos de la evolución de la especie, de la misma forma que aparecen en los distintos momentos del desarrollo de cada ser humano. El cerebro primario o reptiliano es el primero en aparecer, durante el primer año de vida, y se ocupa de lo más instintivo y de la regulación de los elementos básicos de supervivencia (respiración, ritmo cardíaco, equilibrio). Este cerebro controla el comportamiento y los pensamientos instintivos para sobrevivir, tales como la dominación, territorialidad, agresividad. Desde aquí, las respuestas son directas, instintivas.

El cerebro límbico es el que se ocupa de lo emocional, y va madurando hacia los cuatro/seis años aproximadamente. Es un sistema basado en mecanismos de evasión (sensaciones desagradables como el dolor) y de atracción (sensaciones agradables como el placer). Este sistema permite que los procesos de supervivencia básicos del cerebro reptiliano interactúen con elementos del mundo externo, resultando en la expresión de las emociones a partir de esa relación entre lo interno y lo externo.

El cerebro superior o neocortex empieza a madurar a partir de los seis años aproximadamente, hasta los doce/trece, y se ocupa de lo racional, permitiendo el pensamiento lógico y la consciencia propiamente dicha. Se trata del área del cerebro que controla todas las funciones mentales superiores y las funciones ejecutivas (planificación y anticipación de resultados, establecimiento de una estrategia o conducta a seguir, etc). Permite también controlar la conducta, gestionar los impulsos y las emociones e inhibir patrones de conducta no adaptativos, así como grabar y consolidar nuevos patrones. Recién en esta etapa es posible empezar a tener en consideración a los demás y buscar estrategias para una mejor convivencia en grupo.

ACompañar emociones

¿Por qué es fundamental tener esto en cuenta para acompañar mejor a la infancia? Porque esta estructura biológica condiciona enormemente el comportamiento de un@ niñ@ y es esencial tenerlo en cuenta. De lo compartido, podemos extraer las siguientes conclusiones: 1- Si el desarrollo evolutivo del cerebro nos demuestra que el neocortex no empieza a madurar antes de los seis años, es imposible concebir la manipulación en niñ@s pequeñ@s, ya que el “engaño” es una capacidad cognitiva de tipo superior asociado a lo racional. Los llantos y rabietas, entonces, no pueden ser un mecanismo de manipulación sencillamente porque no existe aún la capacidad para ello; 2- Si aún no tienen bien desarrollado el área del pensamiento lógico, es inútil una intervención que busque que el niño explique lo que siente o lo que ha ocurrido. También es inútil que el adulto suelte un discurso sobre “lo molesto” de la emoción expresada, porque el niño es incapaz de entenderlo. Lo único que entenderá es que no está permitido expresar lo que está sintiendo, y se quedará sin poder utilizar las herramientas más esenciales para liberar la tensión que experimenta.

Sobretodo en la primera infancia, l@s niñ@s viven esencialmente en lo emocional y no en lo racional, experimentando la realidad con fuertes reacciones afectivas que necesitan expresar y experimentar. Si, cuando pequeños, no nos permiten expresar las emociones y liberar las tensiones acumuladas, posiblemente de adultos buscaremos evitar esas emociones y no dejaremos que los niños en nuestro entorno las manifiesten, ya que ello nos produciría gran angustia y malestar (nos conecta con todo aquello que reprimimos y, para controlarlo, buscamos controlar esas emociones del niño).

Decir que el sistema nervioso está en pleno desarrollo a lo largo de la infancia significa que, durante ese tiempo, se establecen las conexiones/caminos neuronales que quedarán grabados como patrones automáticos de conducta en el futuro. Es decir, en ese período se construyen las bases “automáticas” de nuestro comportamiento y gestión de las emociones cuando adultos, por eso la manera cómo intervenimos con l@s niñ@s es tan importante y determinante para su salud emocional. 

Autores: Fernanda Bocco y Nuria Comonte

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