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Sobre el «tiempo fuera» y otras técnicas conductistas en la educación

Desde que existe la psicología moderna, existen diversos métodos para intentar moldear el comportamiento humano. Premios, castigos, refuerzos, extinciones son términos inicialmente usados en el ámbito clínico y terapéutico para la intervención ante casos de enfermedad psicológica, pero que lentamente se fueron haciendo lugar en el día a día, en las casas y en las escuelas, como técnicas para asegurar niños y niñas “bien educados”. Ante un mundo adulto que considera la infancia molesta y algo a corregir, la gran mayoría de estas propuestas tenía como objetivo adiestrar a las criaturas para que no hicieran ruido, no ensuciaran, fueran ciegamente obedientes y no causaran ningún trabajo extra. En definitiva, para que no existieran, y no hicieran quedar mal a sus padres o maestros.

Sin entrar en la cuestión más específica del uso puntual de estas intervenciones en algún tratamiento psicológico, quisiera reflexionar sobre una de ellas, que se ha utilizado exageradamente en la educación: el famoso tiempo fuera o time out. Ante un niño que no hace caso, que se comporta de manera considerada inadecuada (hace daño a otros, a sí mismo, estropea cosas, grita, insulta, etc), esta técnica consiste en apartarle durante un tiempo determinado, que varía según su edad, hasta que se calme y pueda “reconsiderar sus acciones”. Utilizada para “corregirle”, la idea es que el niño o niña esté solo en una silla, habitualmente, hasta que el adulto le diga que puede salir, y en ese tiempo nadie debe hablarle o acercarse. En teoría, ese tiempo fuera permite que el niño recapacite sobre lo ocurrido para, entonces, no volver a repetirlo. Y si lo repite, pues otro tiempo fuera, y así sucesivamente.

¿Por qué el tiempo fuera no es una buena solución?

Si bien es verdad que, en un momento crítico de enfado o conflicto, un momento de distanciamiento puede ayudar a calmar los ánimos, sobretodo para el adulto cuando está a punto de perder la paciencia, gritar o agredir de otras maneras, no se puede considerar el tiempo fuera como una solución a todo lo que hagan o no hagan los niños y niñas. Pensar que el tiempo fuera, de por si, va a resolver las cosas, es no sólo engañoso, sino tremendamente dañino y contraproducente, especialmente en edades tempranas, porque no tiene en cuenta una serie de factores madurativos y afectivos que hoy en día ya se conocen de sobra.

En primer lugar, es una técnica que parte de la base de que la criatura puede razonar como un adulto y resolver por si mismo una situación. Pero en un momento de intensidad emocional, el neocórtex se paraliza y actuamos sobretodo desde el llamado cerebro primitivo o reptiliano, es decir, no tenemos la lucidez mental de parar y razonar. Y esto ocurre tanto en niños como en adultos: perdemos la capacidad de pensar de manera ordenada y lógica, y nos dejamos llevar por los automatismos de ataque y defensa. Así, apartar una niña o niño puede hacer que les protejamos de nuestro propio ataque, pero no sirve para que puedan cambiar su estado anímico por simples voluntad. De hecho, una gestión emocional y conductual madura se alcanza hacia el final de la adolescencia, es decir, ni si quiera hay una capacidad neurológica de alcanzar lo que se le está pidiendo a un niño o niña pequeños.

Además, este tipo de condicionamiento, basado en el castigo, podría llegar a modificar una conducta, sí, pero únicamente por el miedo que

genera y no por un cambio auténtico en la comprensión de la criatura sobre lo ocurrido. Un cambio de comportamiento de este tipo genera resentimiento hacia el adulto y una sensación de soledad y no aceptación, ya que les transmitimos que ante ciertos comportamientos dejamos de estar cerca (actitud que ellos suelen leer como “ya no me quieren”). También suele producir mucha culpa y afecta la auto-imagen y auto-conceptos que tiene el niño de si mismo: soy malo, hago daño, están mejor sin mi, y un largo etcétera de pensamientos que influirán directamente en su auto-estima y en la confianza hacia el entorno y hacia el adulto que le aplica el castigo.

El tiempo fuera actúa teniendo en cuenta únicamente el comportamiento, pero no se interesa ni profundiza en las causas que podrían estar generando esas respuestas. Ante un niño que pega, por ejemplo, en vez de aislarle podríamos preguntarnos ¿qué le puede estar pasando?, ¿quizás haya aluna necesidad no cubierta?, ¿puede que haya algo en el entorno, como una separación, nacimiento de hermano u otro gran cambio, que puedan estar influyendo? Evidentemente, no dejamos que un niño pegue a otro porque tenemos que asegurar la seguridad de ambos, y pondremos un límite con mucha claridad. Pero no es lo mismo mandarle sólo a que cambie, a que el adulto pueda percibir el contexto, encontrar un sentido para lo que está ocurriendo, y actuar en esas necesidades en vez de en el acto, que es únicamente la punta del iceberg de todo un proceso emocional profundo. ¡Sólo mediante la toma de conciencia de los procesos emocionales subyacentes a un comportamiento es posible generar un cambio duradero!

¿Qué podemos hacer entonces?

Hoy en día, ya se sabe que los adultos tenemos una función clave como co-reguladores para acompañar a niños y niñas en su propia regulación emocional. Es decir, necesitamos estar presentes, cercanos, disponibles y conectados para ejercer esa función. El tiempo fuera lo que hace es justo lo contrario, dejarles con su torbellino emocional cuando aún no tienen la capacidad para poder salir de ello por su cuenta. Es dejar de lado a una criatura justo en el momento en que más nos necesita cerca…

Si nuestro propósito es que interioricen un aprendizaje que les ayude a disminuir algunas conductas agresivas, lo primero es ayudarles a entender sus propias emociones, que son el motor para todo comportamiento. Un niño que se siente bien, tenido en cuenta, protegido, tenderá a estar bien; un niño que tenga mucho malestar dentro, tenderá a sacarlo en comportamientos llamados disruptivos, socialmente no aceptados. En este sentido, la escucha activa y la comunicación no violenta son herramientas esenciales, ya que ayudan a nombrar los hechos, los sentimientos y las necesidades de cada uno, así como permiten buscar estrategias para solucionar lo que hay a nivel más profundo.

Cuando apartamos al niño como respuesta a sus acciones, le estamos añadiendo un segundo problema al malestar inicial, el que generó su rabia, tristeza o frustración. Le hacemos sentir excluido y no perteneciendo, cosa que debilita y puede dañar, si se hace con frecuencia, el vínculo emocional con el adulto de referencia. Así, las posibilidades de compartir su mundo interior se reducen considerablemente, ya que no se sienten comprendidos ni dignos de nuestro amor. ¡Nada más aterrador para una criatura que sentirse solo, malo y no merecedor!

No exagero: las consecuencias del tiempo fuera u otras técnicas semejantes utilizados constantemente pueden ser realmente drásticas. Si alguien tiene dudas sobre las repercusiones de este tipo de intervención en el desarrollo a largo plazo, dejo dos datos que hablan por si mismos. El hijo de Watson, creador del conductismo, intentó suicidarse en su vida adulta, y su nieta sufría de problemas psicológicos diversos que ella misma y su familia atribuían a la crianza basada en las teorías de su abuelo…

Por ello, insisto: como madre, padre, maestra, lo mejor que podemos hacer es conectar a nivel profundo con ese niño o niña que tenemos delante. Estar presentes, sin juicios, sin expectativas, sin querer que esté de otra manera. Poniendo límites si hace falta, si; no dejamos que nos pegue o que rompa cosas. Pero tampoco nos vamos, ni le apartamos. Nos mantenemos a una distancia cómoda para ambos, haciéndonos visibles, transmitimos disponibilidad con la mirada, con un toque, desde la máxima tranquilidad posible. Porque si algo puede ayudar a que el niño, la niña, aprenda a gestionar sus emociones y encuentre un camino para la regulación, es saberse acompañado por un adulto que también lo hace. Sólo un adulto amoroso, cálido y cercano puede ayudar verdaderamente en el desarrollo pleno de la infancia.

Texto: Fernanda Bocco

Imagen: Niki Boon

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