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TDAH: Realidad e Invención

Tras disfrutar de las magníficas intervenciones de Javier Tirapu y Marino Pérez durante la mañana, y el acalorado debate durante la tarde que cerraba las jornadas sobre el estado actual de la cuestión sobre si el TDAH podemos considerarlo como una realidad o debemos verlo como una invención, no puedo llegar a otra conclusión que no sea la siguiente: a día de hoy contamos son suficientes evidencias que sostienen que el fenómeno que conocemos como TDAH tiene tanto componentes de realidad como de invención.

Me explico. Tomando como punto de partida algunas de las ideas que ambos ponentes nos han ofrecido a lo largo de la jornada, considero necesario partir de un concepto que destacó Marino, el de NEURODIVERSIDAD, para entender cómo en la naturaleza los distintos rasgos físicos y psicológicos que nos caracterizan a los seres humanos se distribuyen de manera normal dentro de un continuo. De este modo, igual que encontramos personas de diferentes alturas, y podemos establecer una estatura media en una determinada población a partir de la cual establecer quiénes, teniendo en cuenta esa diversidad natural, podrán ser considerados especialmente altos o bajos respecto a su grupo de referencia. De igual manera, podemos considerar que las habilidades cognitivas de memoria, orientación espacial, lenguaje, razonamiento o, por poner otro ejemplo, para auto-regular la propia atención y comportamiento (que es de manera resumida la habilidad en la que más dificultades encuentran los niños y niñas con TDAH), también se muestran distribuidas de manera natural en la población. Por tanto, en base a esta neurodiversidad, lo normal será encontrarnos con niños y niñas que tengan un rendimiento en auto-regulación atencional y del comportamiento tanto por encima como por debajo de la media de su grupo de referencia.

Para entender mejor esta neurodiversidad, resulta crucial comprender uno de los pilares de la biología del comportamiento moderna, que no es otro que la ley de CIRCULARIDAD que magníficamente presentó Javier. Esta ley, asentada en las evidencias convergentes obtenidas desde todas las disciplinas que se interesan por el sistema nervioso, rompe la idea de causalidad entre lo orgánico y lo psicológico, entre las viejas dicotomías cuerpo-mente, genético-ambiental, para dar paso un modelo integrador mucho más rico que nos ayuda a entender cómo se desarrolla el sistema nervioso humano. Esta perspectiva integradora nos muestra cómo nuestro sistema nervioso, nuestro cerebro, interacciona ya desde las primeras fases de la vida con su ambiente, con su entorno físico, pero también social y cultural. Esta interacción entre nuestro organismo y nuestro ambiente es continua y recíproca, circular, de manera que determinadas potencialidades genéticas se expresarán en mayor o menor medida en función de las influencias del ambiente y de las experiencias a las que cada individuo se exponga. Nuestra genética, nuestra biología, abrirá un abanico de posibilidades, de habilidades que podremos desarrollar, pero será en la interacción con su ambiente físico y social (que mediará su alimentación, su exposición a tóxicos, o sus experiencias emocionales, motoras y cognitivas, por poner algunos ejemplos) lo que terminará de pulir, de modelar, el desarrollo y maduración tanto del sistema nervioso (a nivel fisiológico) como del comportamiento (a nivel psicológico). De este modo, hoy en día debemos aceptar que el organismo, el sistema nervioso, el cerebro, influye sobre la conducta, pero que, a su vez, nuestras experiencias y comportamientos, nuestra relación con el entorno, con el ambiente en el que vivimos, también influyen sobre nuestro organismo, estableciéndose una maravillosa combinación de factores genéticos y experiencias individuales en incesante interacción fruto de la cual surge la neurodiversidad, la singularidad de cada individuo. Para mí, esto es una realidad, o al menos la mayor certeza que en la actualidad nos ofrece el conocimiento científico. Por tanto, si aceptamos que la neurodiversidad existe en la naturaleza, no parecería acertado mirar para otro lado y dejar de prestar todos los apoyos de los que dispongamos a aquellos niños y niñas que como resultado de esa interacción circular cerebro-ambiente, les ha tocado enfrentarse al mundo que les rodea con menores habilidades de auto-regulación que sus iguales.

Ahora bien, actualmente también parece demostrado que, partiendo de esa realidad, se han construido algunas, digámoslo así, invenciones. La principal de todas ellas, y en la que ambos ponentes coincidieron completamente, es en la elevación del TDAH a la categoría de enfermedad, si no de auténtica epidemia entre nuestros menores (y cada vez más adultos). De este modo, entre las principales conclusiones que pudimos extraer de esta magnífica jornada destacaría que las dificultades en el desarrollo de las habilidades de autorregulación de la atención y el comportamiento que presentan algunos niños y niñas como resultado de la interacción entre factores biológicos y ambientales, NO SON UNA ENFERMEDAD. Y, de hecho, el término “Trastorno”, por definición, está mucho más cerca de lo que entendemos por “problema” que de enfermedad. En cualquier caso, partiendo de este punto de acuerdo común, discutir sobre si a estas dificultades deberíamos llamarlas de una manera u otra puede resultar de utilidad para afinar los diagnósticos, cuya utilidad no es la del mero etiquetado, sino la de servir de vehículo para la comunicación entre profesionales y, sobre todo, la de sentar las bases para planificar las mejores intervenciones disponibles en cada caso. Por ello, en mi opinión, centrar la discusión en si debemos llamar a estas dificultades de una manera u otra puede resultar estéril si no la enfocamos hacia lo que es realmente importante: que ese diagnóstico nos sirva para poner todo nuestro conocimiento y esfuerzo en prestar las mejores ayudas posibles esos niños y niñas que sufren dificultades para autorregularse en su día a día, niños y niñas en los que esas dificultades impactan de manera significativa en su felicidad. No nos olvidemos, el primer y mayor objetivo de los profesionales que atendemos a estas personas es la promoción de las mayores cotas de bienestar a las que puedan llegar; bienestar que inevitablemente se vincula con buenos niveles de salud física, psicológica y social, que es como precisamente la define la Organización Mundial de la Salud.

Sin duda, el haber “patologizado” estas dificultades, el haberlas tratado como una enfermedad, como expuso Marino, ha servido para cubrir una serie de intereses que resultaban convenientes para muchos actores: maestros y familias desbordados que encuentran una explicación a sus problemas, industria farmacéutica y profesionales que ven aumentados sus volúmenes de actividad… todo ello articulado a través del modelo biomédico, dominante en nuestra sociedad occidental, que seguramente nos ha conducido a un sobre-diagnóstico de estas dificultades. Sin embargo, el tomar conciencia de la neurodiversidad, y de que esa variabilidad en el rendimiento cognitivo surge de la interacción circular entre el organismo y el ambiente, debería llevarnos hacia otro modelo, un modelo fenomenológico, integrador, holístico, en el que no solo busquemos marcadores neurobiológicos de estas dificultades, sino que también prestemos atención a los factores sociales y culturales que median las experiencias y los aprendizajes que van a modelar la maduración del sistema nervioso y del comportamiento de nuestros menores. En este contexto, tal como exponía Javier, probablemente sea el ENFOQUE NEUROPSICOLÓGICO el que se encuentre mejor posicionado para la adecuada evaluación de estas dificultades (trastorno) relacionadas con el insuficiente desarrollo (déficit) de esa habilidad cognitiva compleja que nos permite a los humanos autorregular nuestra actividad cognitiva (atención) y/o motora (hiper-actividad). Si nuestro rendimiento cognitivo es el resultado de la interacción entre factores neurobiológicos y las experiencias individuales que cada uno de nosotros tiene, parece que lo más razonable sería buscar los marcadores de TDAH precisamente en la evaluación neuropsicológica exhaustiva del rendimiento cognitivo en las funciones atencionales y ejecutivas, de autorregulación del comportamiento, que se expresan como resultado de la actividad de un sistema nervioso que se refina y madura gracias a las experiencias que provienen del entorno en el que se vive.

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Por tanto, y con esto ya termino, cuando busquemos intervenciones que ayuden a estos niños y niñas con déficit de atención y/o hiperactividad, ¿podremos encontrarlas entre aquellas que actúan directamente sobre el sistema nervioso como hacen los psicofármacos o la estimulación electromagnética del cerebro? Posiblemente sí. ¿Y podremos encontrarlas entre aquellas que actúan directamente sobre el ambiente físico, social y cultural, sobre las experiencias y aprendizajes de cada niño? Posiblemente también. De hecho, el entender que esa neurodiversidad en el rendimiento cognitivo es fruto de la interacción entre ambos factores, deberá guiar nuestras evaluaciones de manera que paulatinamente vayamos mejorando nuestra capacidad de diferenciar el peso que cada uno de estos factores puede estar teniendo en la explicación de las dificultades de autorregulación de un niño concreto. Hay que afrontarlo, la heterogeneidad es la norma en el TDAH. Dentro de ese continuo en el que se distribuye el rendimiento cognitivo, podremos encontrar niños cuyas dificultades estén más asentadas en un inadecuado funcionamiento de determinados sistemas cerebrales, del mismo modo que podremos encontrar niños en el polo opuesto, cuyas dificultades de rendimiento provengan principalmente de inadecuadas experiencias y aprendizajes. Y entre medio, encontraremos un mar de múltiples combinaciones. En la medida en la que vayamos mejorando nuestras evaluaciones y encontrando perfiles más diferenciados, conseguiremos mejorar la efectividad de nuestras intervenciones al incidir sobre los déficits primarios. Intervenciones que, mientras la evidencia científica no diga otra cosa, siempre deberían comenzar por reforzar aprendizajes y experiencias que fomenten el desarrollo de las habilidades de autorregulación en los contextos sociales en los que se desenvuelve el niño (implicación de la familia, educadores y otros actores en el entorno habitual del menor con TDAH). Solo en algunos de estos casos será conveniente acompañar dicha intervención conductual ecológica de un tratamiento farmacológico que la refuerce durante un periodo de tiempo limitado (sobre todo debido a sus mayores efectos secundarios indeseados).

Llegados a este punto algunos os preguntaréis, ¿y entonces cuáles son las mejores intervenciones que podemos ofrecer a nuestros niños y niñas con TDAH? Pues en esto aún el método científico debe seguir trabajando. Se van registrando evidencias parciales que apoyan el entrenamiento de las habilidades de autorregulación en contextos naturales a través del refuerzo de las prácticas educativas de los cuidadores principales (padres y maestros), tanto en el contexto doméstico como educativo, a través de juegos y deportes que despierten la motivación e intereses del niño. El entrenamiento cognitivo, el neurofeedback, el mindfulness y otras técnicas de intervención aún deben mostrar evidencias más robustas, pues como indicaba Marino, en todas ellas lo que parece encontrarse son efectos inespecíficos. Pero estos efectos, por ser inespecíficos, no deben hacernos desistir, pues en cualquier caso lo que nos está mostrando esta evidencia científica es que, independientemente de la técnica utilizada, el prestar una atención personalizada en la que aquellos que sufren estas dificultades se saben comprendidos y acompañados en un proceso encaminado a su mejoría es, en sí mismo, un potenciador de dicha mejoría. Por tanto, sigamos investigando, sigamos acumulando evidencias sobre los posibles factores neurológicos y ambientales que pueden estar ocasionando estas dificultades, sigamos mejorando nuestras evaluaciones, sigamos poniendo a prueba técnicas específicas que aumenten la eficiencia de nuestras intervenciones, pero, sobre todo, sigamos prestando los cuidados que estos niños y niñas se merecen. Con ello estaremos poniendo nuestro granito de arena para que cada día sean un poquito más felices.

Por Joaquín A. Ibáñez Alfonso

 

 

 

Fuente: Ítaca Formación

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